Si algo han aprendido los gobiernos y partidos populistas en las últimas décadas es que el odio y el miedo son recursos valiosos para conseguir adeptos. Más eficientes que las propuestas basadas en diagnósticos objetivos y la razón. De hecho la propuesta razonada suele ser secundaria porque no inyecta la misma fibra y determinación para movilizar electores, puede incluso ser contraproducente.
En las naciones en donde el populismo se ha hecho del gobierno la vía constante que usa para refrendar la legitimidad es la de la confrontación, aludiendo ya sea a sentimientos nacionalistas, supremacistas o clasistas. Presentar las realidades como fenómenos maniqueos, como polaridades irreductibles, les ha dado resultados exitosos. Así pasó en la Rusia de Putin, en el Brasil de Bolsonaro, en la Turquía de Erdogan, en los Estados Unidos de Trump, así pasa con los movimientos separatistas en distintas latitudes.
Los sentimientos de odio tienen más fuerza y vitalidad que las razones ahí donde el desgaste de las democracias y las grupos gobernantes han decepcionado a los ciudadanos. La derrota de la razón y las propuestas llegó acompañada del sentimiento de frustración y de enojo de quienes se han sentido traicionados por los gobiernos que quisieron representar los valores democráticos.
El auge de los populismos, sin embargo, no ha podido ser frenado porque se le comience a derrotar electoralmente o porque esté evidenciando su ineficacia como gobierno. De hecho ha sido derrotado electoralmente en Estados Unidos pero ello no ha implicado el derrumbamiento de sus líderes y de sus creencias. El odio dinamiza y cohesiona a las bases electorales alimentando el sentido de pertenencia y justificando la necesidad del liderazgo extremista, que incendie según la circunstancia, lo mismo da con narrativas de derecha que de centro o de izquierda.
Es común que allí en donde los populistas se han hecho con el poder sus opositores no han tenido la capacidad para ofrecer una resistencia eficiente para recuperar la ruta democrática. Con seguridad hace falta comprender los resortes profundos que activan los líderes populistas para atrapar a las mayorías electorales. El caso mexicano es ilustrativo: un pésimo gobierno que, sin embargo, tiene una excelente aceptación.
Puede asumirse que en el caso mexicano las reservas de desencanto y hartazgo son bastas aún. Los gobiernos que precedieron al obradorista hicieron tan mal las cosas que generaron una elevadísima carga de anticuerpos. Sobre este sentimiento de repudio se ha podido montar con éxito el discurso de odio y una narrativa salvacionista exitosa. Pero todo esto no es suficiente para comprender el fenómeno.
El obradorismo ha tenido el talento de entender y aprender con rapidez sobre los resortes que mueven a la mayoría de los ciudadanos. Un talento que no han tenido las oposiciones. Pero sin duda, el miedo y el odio han sido factores decisivos para que un gobierno tan desastroso siga teniendo la confianza de la mayoría. Odio a enemigos construidos desde una perspectiva maniquea: hay que odiar a los malos; miedo a que un pasado narrado como catastrófico retorne, aunque el presente esté superando el horror del pasado.
Las oposiciones no han podido, hasta ahora, quebrar ese vínculo. Su problema central es la credibilidad. No han logrado establecer una relación de confianza que les permita hacerse escuchar para proponer la narrativa de los valores democráticos. Una narrativa que sólo puede ser creída si de por medio va la congruencia y la autocrítica seria y severa de sus actuaciones previas.
El obradorismo, está visto, prescribirá para sus campañas venideras una dosis reforzada de odio y miedo. No por algo el habitante del palacio virreinal ha regresado con mayor vigor ofensivo. No desaprovechará los resortes que tiene ya identificados. Las razones y las propuestas no juegan en su favor, y no juegan en su favor porque las razones y las propuestas tendrían que hacerse para encarar el pésimo gobierno que viene realizando desde diciembre de 2018. Entre sus armas electorales les queda, como recurso eficiente, la promoción del odio y del miedo, una fórmula por cierto muy populista. ¿Les fallará?