“Puedo perdonar al que roba o mata, pero jamás a los que traicionan”.
General Emiliano Zapata
En 1914, en la Convención de Aguascalientes, los diputados zapatistas coordinados por Gildardo Magaña, sobre la base de las exigencias contenidas en “El Plan de Ayala”, estandarte de lucha del Ejercito del Sur comandado por Emiliano Zapata, lograron que Venustiano Carranza emitiera el 6 de enero de 1915, una ley agraria que dio origen jurídico a la distribución de la tierra por medio de la creación de los ejidos.
Esta ley fue base para la creación de Artículo 27 Constitucional, que estableció la propiedad social de la tierra y la entrega de la misma a sus verdaderos dueños, acabando así con el monopolio de los grandes y ricos hacendados.
Así nació el ejido como un acto de justicia y de reconocimiento a la histórica tradición de lucha de los hombres del campo y de la vida colectiva de las comunidades campesinas e indígenas de todo el país. El “Plan de Ayala” orientó la acción de los Generales Lucio Blanco y Francisco J. Mújica, cuando repartieron en Tamaulipas 800,000 hectáreas de la hacienda “Los Borregos”, en contra de la voluntad de Venustiano Carranza y con la felicitación del Caudillo del Sur, dando inicio al reparto agrario.
El presidente Lázaro Cárdenas del Río en tan sólo seis años, distribuyó 17.9 millones de hectáreas a 771.640 familias campesinas; más del doble de lo que se había distribuido en 19 años de gobiernos revolucionarios. El reparto agrario continuó, más por presiones y luchas campesinas regionales y locales que por determinación de la clase gobernante hasta alcanzar en 1975 más de 100 millones de hectáreas de tierras, equivalentes a la mitad del territorio de México y a cerca de las dos terceras partes de la propiedad rústica total del país, con los que se establecieron cerca de 31,000 ejidos y comunidades que comprendieron a cerca de 4 millones de jefes de familia.
Sin embargo, todo este largo periodo del siglo XX fue acompañado por la pobreza y no en pocas ocasiones por la violencia en contra de campesinos y comunidades indígenas. Es decir; que la lucha campesina no acabó, manteniéndose como una constante ante la amenaza permanente de despojo y la protección del gobierno de grandes latifundistas.
La gran hazaña lograda por el Zapatismo, cuyo motor estuvo asido siempre a las ideas del Magonismo, de entregar la tierra a los campesinos y crear instituciones de crédito y asistencia técnica, fue traicionada por los gobiernos priistas neoliberales encabezados por Carlos Salinas de Gortari, artífice de la contrarreforma al Artículo 27 Constitucional en 1992, en apego a las recomendaciones dictadas por el Fondo Monetario Internacional (FMI), la cual dio pauta para iniciar un proceso en sentido inverso al espíritu del “Plan de Ayala” y el pensamiento Zapatista, y acabar con la forma de propiedad social de la tierra, consistente fundamentalmente en dar por terminado el reparto agrario; aperturar del campo a asociaciones y sociedades mercantiles; legalizar la enajenación y renta de los derechos agrarios y; garantizar el cambio de régimen de propiedad.
Los saldos de esta contrarreforma a 2006, según información contenida en la página web del RAN, “se habían entregado títulos particulares a 28 mil 757 núcleos agrarios, de un total de 31 mil 201 que hay en el país, lo que representó un avance del 92.16 por ciento, abarcando cuatro millones 445 mil 213 familias campesinas, a
quienes se les generaron poco más de 9.5 millones de documentos agrarios. Una gran parte de los ejidos sin regularizar se localizan en los estados de Chiapas y Oaxaca, debido entre otras razones a la resistencia de comunidades y organizaciones indígenas”.
La contrarreforma ha sido un proceso difícil y complejo, no exento de resistencias y agravios, pues parte de sus saldos se reflejan en nuevos conflictos generados por problemas de linderos, títulos sin entregar, documentos con errores evidentes, miles de hectáreas sin asignar, parcelas mal asignadas, acaparamientos internos legalizados, violaciones a los reglamentos internos de los ejidos y comunidades, no reconocimiento de parcelamientos económicos, padrones de ejidatarios alterados y superficies no medidas; asignación de parcelas a personas sin derecho, conflictos entre sucesores, no asignación de derechos a posesionarios y avecindados, división de las asambleas, debilitamiento de la vida interna de los ejidos y comunidades, desincorporación del ejido a la zona urbana, acaparamiento y especulación de empresas inmobiliarias; desaparición de formas de trabajo y de propiedad colectiva de la tierra, cambio de dinámica y de formas de toma de decisiones y tiempos en las asambleas comunitarias, exclusión de la toma de decisiones de avecindados y posesionarios y; reparto de las tierras de uso común, medición de territorios de selva, bosques y montaña, adjudicación a particulares de nacimientos de agua, explotación desmedida de zonas arboladas, en una franca intención de favorecer a ciertos grupos y sobre todo, a la concentración de la tierra, y para decirlo de la manera más correcta, de las mejores tierras.
Estas acciones han generado un abandono paulatino del campo y una creciente dependencia alimentaria. De acuerdo con la Organización de Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO), la exportación anual de alimentos básicos en nuestro país ha crecido de manera alarmante, superando ya el 45%, cuando su recomendación es de que no debe ser en ningún caso de más del 25%.
La contrarreforma se planteó la mejora de la productividad en el campo y, por consecuencia, de los campesinos; sin embargo, la pobreza en el medio rural ha venido creciendo sostenidamente a partir de su implementación. Se han perdido más de 2 millones de empleos y los salarios son los más bajos del país. La población rural vive con graves carencias situándose por debajo de la línea mínima de bienestar. En el caso de la entidad más del 54.4% de la población se encuentra en pobreza, con más de 700 mil (15%) en pobreza extrema y más de 1 millón y medio con carencia alimentaria; de ellos, el 70% vive en el campo y esta tendencia sigue creciendo.
El próximo 10 de abril, se habrán de cumplir 97 años de la inmortalidad del General Emiliano Zapata, fiel representante de las causas de México, sobre todo de las causas agrarias, se puede decir que las cosas están casi como él las dejó en aquel entonces y que no hemos sido capaces de hacer realidad lo que el soñó para los campesinos. Inquebrantable e incorruptible, el prócer latinoamericano sigue siendo elemento vital de la resistencia y de la lucha en contra de la injusticia social actual. No hay lucha en este continente en donde su figura simbólica y sus ideas no estén siempre presentes. Eso explica y justifica la consigna popular que reza: “Zapata vive, la lucha sigue”.
Este 10 de abril, es nuestro deber dignificar el legado zapatista arrebatando su figura de las manos de los traidores neoliberales priistas y su clase. La derecha debe saber que mientras Zapata viva en el corazón de los mexicanos, nuestra lucha no perecerá y sus victorias estarán condenadas a la derrota. Pero es hora de andar con él y levantar la cabeza, pues si no hay justicia para el pueblo, que no haya paz para el gobierno.