«Lo que sucedió entre 1989 y 1991 fue nada menos que una verdadera revolución europea», Ian Kershaw.
El 9 de noviembre de 1989, el Muro de Berlín cayó en conmoción y confusión. Impugnado en las calles durante semanas, desestabilizado por la histórica decisión del líder soviético Mikhail Gorbachev de no usar más la fuerza contra los “países hermanos” desviados, el régimen de Alemania Oriental está acorralado. Finalmente, esa noche histórica de Noviembre se resignó a relajar considerablemente los movimientos de sus nacionales hacia Occidente.
Sin planeación, los engranajes de un movimiento imposible de contener se pusieron en marcha. Respondiendo a las preguntas de los periodistas, el portavoz del partido, Günter Schabowski, permitió que la decisión de salir a occidente entrara en vigor de inmediato. La noticia se extendió como un fuego de pradera por la antigua capital alemana y los berlineses orientales acudieron en masa al Muro. La policía los dejó pasar. Era el inicio del canto del cisne del “imperio” soviético y del Bloco del Pacto de Varsovia.
Construido en 1961, este símbolo de la guerra fría, de la división de la ciudad, de Alemania y de Europa ya no existe desde esa noche de noviembre, excepto como punto de turismo y, cómo una página de la Historia.
En las siguientes semanas, los regímenes de las llamadas democracias populares cayeron uno tras otro, como un castillo de cartas. Dos años más tarde, en diciembre de 1991, fue el fin de la propia URSS y la renuncia de su presidente, Mikhail Gorbachev.
Implosión de un «imperio» comunista que, algunas décadas antes , había sido predecida por la historiadora francesa Hélène Carrère d’Encausse en la obra «L’Empire éclaté».
Mikhail Gorbachev había esperado, con la «glasnost «(transparencia) y la » perestroika «(reestructuración), renovar el comunismo. Al sacrificar el estancamiento dogmático del PCUS, esperaba salvar a la URSS. Perdió su doble apuesta.
Tenía razón el gran historiador británico Ian Kershaw al señalar el período 1989-1991 como :»una verdadera revolución europea».
El Viejo Continente dejó por un breve período de ser el campo de batalla potencial para un enfrentamiento entre las dos grandes potencias de la Primera Guerra Fría.. Estos años 1989-1991 fueron los de todas las posibilidades para una Europa en búsqueda de su unidad perdida.
Pero, el fin del comunismo fue, no lo olvidemos, no sólo un momento de la “Revolución europea” , sino también un evento con repercusiones planetarias.
Un gran momento liberal cuando creímos en un nuevo orden mundial, en la victoria definitiva de la democracia, en el fin de la guerra, incluso, y por esta razón, en el “ El fin de la historia ”, como lo explicará Francis Fukuyama en un libro con ese mismo título. Breve y poderosa ilusión.
El hecho de que la década de los 90’s, sin embargo, estuvo marcada por un cierto número de tragedias (Somalia, Ruanda, Guerra de los Balcanes) no impidió vivir esa percepción, gracias a un “ momento unipolar ”, de hegemonía estadounidense que murió en las arenas de Irak y las montañas de Afganistán .
Pero, Europa sigue siendo el epicentro del impacto de las olas de percusión de noviembre 1989. Conseguió con el tratado del 18 de mayo de 1990 (4+2) responder y solucionar pragmáticamente el futuro de las alianzas militares – expansión de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) por un lado y, extinción del Pacto de Varsovia por el otro – así como el destino de Alemania reunificada.
También lidió con el proceso de integración a la entonces comunidad europea de las antiguas democracias populares con sus economías destrozadas, cuestiones de nacionalidad no resueltas y, a veces, fronteras impugnadas.
Proceso que sirvió como catalizador para reforzar el proyecto europeo y transformar la Comunidad Económica en Unión con el Tratado de de Maastricht (7 de febrero 1992), adaptando a la nueva situación geopolítica tras la caída del Muro de Berlin la gran idea de una «casa común europea», lanzada en 1987-1988 .
Mas, en esta «revolución europea» se perdió el proyecto compartido por François Miterrand y Helmut Khol de una Europa sin los americanos , más con los rusos. De una «confederación europea» De esa Europa «imposible» que De Gaulle había consagrado en la frase «»Del Atlántico a los Urales». Hoy vemos, con la Rusia de Putin cómo era irrealista esa visión.
De hecho, este grandioso proyecto fue de inmediato rechazado por los países que se liberaban del yugo soviético.De Varsovia, a Praga o Budapest todos vieron el proyecto de Miterrand como un callejón sin salida. Estas capitales, además, prefieren con mucho la garantía estadounidense ( destrozada recientemente por Trump) en términos de seguridad, y quieren sobre todo, en esa década de los 90’s unirse a la OTAN. El mero hecho de que Rusia pueda estar asociada con el proyecto es paralizante a sus ojos. Entre los más reacios se encuentra el presidente checo y ex disidente Vaclav Havel.
Las negociaciones de Paz “2 + 4” (las dos Alemanias y las cuatro antiguas potencias ocupantes) aterrizaron en el Tratado , arriba mencionado , del 18 de Mayo del 1990. Se lanza entonces la dinámica de una historia que todos conocemos.
En los años siguientes, fueron los países del antiguo Bloco de Este los que iniciaron su largo viaje hacia Europa, con adhesiones sucesivas a la UE , pero también hacia la OTAN. Para ellos la máxima prioridad frente a una amenaza rusa siempre presente ha sido esta integración , prioridad que la subida al poder de Putin sólo aumentará . Hoy, la amenaza rusa es cada vez más fuerte y desestabilizadora y, las líneas de choque múltiples: Georgia, Ucrania, Mar del Norte , crisis energética son tan sólo los puntos calientes de placas tectónicas políticas en colisión.
A 32 años de la caída del Muro de Berlin, una nueva Guerra Fría se instaló sobre el continente y, el libro de Francis Fukuyama parece una anedocta triste. Y, nuestros sueños de Paz , son como el “espejo roto de una sirviente”, para parafresear un comentario del grande James Joyce .