OPINIÓN. INFELICES…PERO CONTENTOS. Por Julio Santoyo Guerrero

Que ya no somos tan felices como hace tres años, lo dice la última medición global que promueve la ONU desde el 2012. Y dice más, indica que entre los 153 países participantes el nuestro cayó 23 lugares.

La construcción de este índice se realiza, de acuerdo a la Red de Soluciones para un Desarrollo Sostenible de la ONU, considerando el PIB per cápita, el apoyo social, la esperanza de vida saludable, la libertad para tomar decisiones vitales, la generosidad y la percepción de la corrupción. A cada indicador se le asigna una puntuación de 0 a 10 en donde 0 es negación completa del sentimiento de felicidad y 10 la plenitud de la misma.

Una de las tentaciones modernas, bastante controvertible por cierto, es la de querer medirlo todo amparándose en la verdad de los números. Y no es que los números no deban ser atendidos en la verdad que construyen para ámbitos pertinentes sino que se aplique a fenómenos tan subjetivos como puede ser el de la felicidad en donde pueden ser imprecisos.

Hay millones de felicidades, tantas como personas existen sobre el planeta. La gente es feliz por causas tan variadas como sorprendentes. Tratar de meter en un modelo de indicadores estrecho esa diversidad supone dejar fuera una parte mayúscula de la realidad.

La generalización, que es el punto central de los métodos estadísticos, termina borrando las diferencias culturales, sociales, geográficas, morales, económicas, climáticas, religiosas, artísticas, educativas,  que son parte sustancial de los sentimientos de felicidad.

La constitución de indicadores de felicidad lleva implícita una idea poco halagadora, la de asumir que la felicidad normal es la que se mide y no la que se vive ordinariamente por cada persona. Visión que puede dar pie a una postura totalizante con efectos políticos indeseables: la felicidad como discurso dictado desde los gobiernos.

En todo caso semejantes estudios deberían ser más modestos en su pretensión y difundir los indicadores, sólo como eso, como indicadores del PIB per cápita, la esperanza de vida saludable, la percepción de la corrupción, etc., y guardarse la aspiración de que con ello se mide la felicidad de las naciones. No necesariamente un elevado PIB per cápita garantiza la felicidad; la menor corrupción tampoco puede asegurar el estado de felicidad de todos; puedes tener una esperanza de vida saludable muy buena y no necesariamente sentir la felicidad a plenitud.

Para el caso de México el estudio plantea una paradoja muy interesante. ¿Si en los últimos tres años se ha retrocedido 23 lugares, ─dos años de esos tres han ocurrido en el gobierno actual─ es decir, somos menos felices, cómo es entonces que las encuestas que miden las simpatías por el jefe de la nación se mantengan con tan alto porcentaje de aceptación? Considérese que en su mandato se ha reducido el PIB per cápita, la esperanza de vida saludable, se ha incrementado la corrupción y se han debilitado las expectativas del ejercicio de la libertad.

Alguien nos está tomando el pelo. O el estudio auspiciado por la ONU anda extraviado en el significado de los indicadores y estos no tienen la relevancia que se les asigna para la percepción de la felicidad o las encuestadoras mexicanas nos están mintiendo y nos proporcionan números ajenos a una realidad que están encubriendo.

Podría haber otra explicación ─que cualquiera se negaría a aceptar, yo el primero─, que ambas mediciones sean correctas y que estemos frente a un fenómeno generalizado de masoquismo. Es decir, que  los mexicanos somos felices a pesar de una mala gestión de políticas públicas y que el encanto de la palabra presidencial subsana la caída del PIB per cápita, la disminución de la esperanza de vida saludable, el crecimiento de la corrupción, etc.

Si ese fuera el caso se confirmaría la hipótesis de que esos indicadores son insuficientes para medir la felicidad, y que en el caso de México tiene que considerarse el discurso presidencial como factor que repunta la satisfacción y la felicidad de los mexicanos.

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