OPINIÓN. ¿GOBIERNO DE PASIONES O DE LEYES? Por Julio Santoyo Guerrero

Seguimos teniendo una disyuntiva: construir un gobierno que se guíe por las normas, las leyes y las instituciones o bien por las pasiones personales. Los demócratas siempre considerarán que el camino más acertado es el del gobierno de las leyes.

Los regímenes autoritarios que ejercen modos autocráticos, concentradores del poder, invariablemente optan por el gobierno de la persona. Y en ellos las leyes aparecen subordinadas al interés singular y personal del gobernante. Se gobierna así desde el estado de las pasiones del gobernante. Su carácter íntimo se realiza como política pública.

Que el debate sobre qué tipo de gobierno es más adecuado, si el de las leyes o el de los hombres siga teniendo actualidad, a pesar de haber sido abordado desde la época aristotélica, nos remite de entrada al hecho de que ni la teoría política ni la práctica del poder se rigen por el progresismo. En pleno siglo xxi podemos tener regímenes autocráticos, como varios en América Latina, o teocráticos como en Asia, como también democracias en todos los continentes.

A pesar del paso de los años el péndulo sigue oscilando entre un tipo de gobierno y otro, independientemente de las nominaciones con las que se les conozca ahora. En esencia, la práctica del poder sigue ejerciéndose o con el voluntarismo del gobernante o con la primacía de las leyes y de las instituciones.

Se ha llegado a decir que el gobierno de la persona puede tener una virtud, la de la sabiduría, y que siendo así, ese tipo de gobierno resulta bueno para los gobernados. Sin embargo, en los tiempos actuales difícilmente se puede uno encontrar con un gobernante cuya virtud sea la sabiduría, la prudencia y la eficacia.

Más bien lo que ahora vemos en este tipo de gobierno es la perversión, la ignorancia y la maldad. El gobierno de los hombres, frente a las experiencias resientes, arroja saldos negativos. Se ha dicho, y es muy cierto, que el poder corrompe y que el poder absoluto corrompe de manera absoluta.

Para que las pasiones de los gobernantes sean acotadas y no se conviertan en actos dañinos deben existir leyes e instituciones que les frenen y en su caso les obliguen a ceñirse a los mandatos superiores del estado de derecho. Mientras más débiles sean las instituciones más fuertes serán los desplantes autoritarios de los gobernantes.

El presidencialismo mexicano, que por años fue fábrica de autócratas, buscó ser acotado por la emergencia democrática de finales de la década de 1980. El poder casi absoluto que decidía por el poder legislativo y el judicial y que no aceptaba contrapesos, fue acotándose a fuerza de las exigencias opositoras y el empoderamiento de los ciudadanos.

La aspiración de los años 90 era muy clara: democratizar la vida nacional y otorgarle poder a la sociedad, y en la mira de ese propósito siempre estuvo el desmedido poder presidencial. Entonces tomaron vuelo cuestiones como la alternancia en el poder, el valor de la pluralidad y las oposiciones, y el rediseño de las instituciones en el horizonte de la democracia. Se destacaba entonces la trascendencia de consolidar el ejercicio del estado de derecho y la independencia de poderes.

Con todos los contratiempos y obstáculos que los regímenes pasados erigieron para que el avance tuviera moderación o de plano se cancelara y que el presidencialismo mantuviera su inmenso poder, terminó por imponerse una dinámica que miraba hacia la democracia, la pluralidad, los contrapesos, el reconocimiento a la diversidad y el descarte de las verdades absolutas, aunque estas provinieran del presidente.

Es decir, caminábamos —con decepciones y dificultades es cierto— hacia un gobierno que fuera de leyes antes que de hombres. La crítica severa y mordaz enderezada públicamente contra Salinas, Zedillo, Fox, Calderón y Peña, siempre tuvo el propósito de exhibir las malas artes de gobiernos dominados por las pasiones personales y no por las leyes y las instituciones.

Muchos llegaron a creer con sinceridad que la plena realización de aquella aspiración democrática de los años 1980 se habría de materializar a partir del 1 de diciembre de 2018. Lamentablemente las evidencias indican con decepción lo contrario.

Como nunca, estamos viendo el retorno del presidencialismo autocrático, la demolición de instituciones, el exterminio de contrapesos, la subordinación del poder legislativo e intentos sostenidos para someter al poder judicial, y todo desde la arrogancia de una verdad absoluta construida al más puro estilo del peor pasado autoritario de México.

México ha retrocedido a los tiempos echeverristas, de tal manera que si usted lee las páginas de «El estilo personal de gobernar» que Daniel Cosío Villegas escribió analizando el modo en que aquél presidente ejerció el poder encontrará similitudes sobrecogedoras.

El sueño de una democracia firme con instituciones sólidas y un estado de derecho efectivo, como sustento de un gobierno de leyes sigue sin cumplirse. Frente a la experiencia que estamos viviendo, el gobierno de las leyes y las instituciones cobra relevancia y contraste ante un gobierno que se ejerce desde los ánimos pasionales en nombre de la verdad absoluta y erigiéndose como la verdad del pueblo. 

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