En una crisis como la que está en desarrollo, en la que cuenta no sólo la gravedad de la infección sino el daño a todas las actividades económicas, a todos los regímenes de gobierno y sus proyectos locales, que pone en entredicho los valores de la convivencia global y las creencias ordinarias de la civilización contemporánea, el miedo, el recelo y resentimiento pueden aparecer como el refugio más íntimo desde el cual se busque conjurar la impotencia, la incertidumbre y el caos.
Siempre suele haber quien impulse al precipicio, alguien que crea a pie juntillas que debe existir un responsable de la tragedia, que señale a un grupo social, a un poderoso consorcio, a un poder perverso y conspiratorio, al extranjero, al otro, a las creencias distintas. El miedo puede empujar a responsabilizar con prejuicio y a encender hogueras contra los otros.
La infinidad de teorías pseudo científicas que circulan con profusión en las redes sociales para explicar el origen «científico», «social» y «político» del covid-19, provienen de este sentimiento. Muchas de ellas peligrosamente incubadas desde la perversidad política para encubrir omisiones del poder o para alentar abiertamente el odio.
Manipular el estado de ánimo de una sociedad profundamente preocupada por una amenaza poco conocida, ante la cual no hay medicina concluyente, es cosa fácil en un país previamente conducido a la fractura por el maniqueísmo, la beligerancia confrontadora, la estigmatización y la descalificación. Cuando las personas son llevadas a darle más importancia a los símbolos: el otro, el enemigo, el adversario, el aborrecible, la atención racional al problema verdadero queda descartada y se asume que descargando violencia y destrucción sobre el símbolo queda resuelto el problema verdadero: el contagio y los daños de la enfermedad.
Si nos atenemos a la evolución de la pandemia, considerando los informes de la OMS y a las propias expectativas calculadas por los organismos de salud nacionales, en pocos días estaremos pasando por momentos críticos. Estaremos entrando en el obscuro túnel, como ya lo hizo Italia, España y Estados Unidos. La preocupación social, si no se aborda con responsabilidad desde las instituciones gubernamentales, en primerísimo lugar, y los liderazgos de la sociedad civil, puede dar pie a una epidemia de odio, de resentimientos y de fanatismos que bucarán ir en contra de los símbolos inducidos como causales, alimentando una ciega vendetta de todos contra todos.
Haber ideologizado desde el poder la crisis de sanidad y promover el discurso ramplón de que el virus ha sido traído al país por un grupo social en particular, y culpar a los «enemigos» de las fallas de la estrategia de atención sanitaria, es una perversidad que tendrá consecuencias desastrosas para la concordia social del país que tanto se necesitará para la recuperación, después de que la crisis sea superada.
Alentar a partir del miedo el resentimiento y el odio social no ayuda a la comprensión ni a la atención adecuada del problema. Expresiones reprochables, como las del gobernador de Puebla, entre muchas ─que no son resultado de la ignorancia sino de la perversidad─ son peligrosas porque sabe a la perfección que sus palabras llegarán a la cabeza de miles que buscan un referente de autoridad para justificar el linchamiento de quienes creen que son la causa de una tragedia que nos ha alcanzado.
Durante la peste negra, que tanta mortandad causó en Europa a partir de un resurgimiento en 1348, el miedo y el odio religioso llevaron a los cristianos a culpar a los judíos de esa fatalidad. Las monarquías cristianas resolvieron oportunamente con ello intereses políticos, económicos e ideológicos pero no el de la peste que siguió azotando por cientos de años a sus reinos. Durante la crisis de la gripe «española» en el México de 1918, la fractura ideológica por la guerra revolucionaria llevó al descuido del ataque sanitario del problema. En muchas regiones del país se consideraba que la enfermedad estaba siendo esparcida por Carranza y muchos rechazaron las medicinas del gobierno, a la misma gripe le dieron el nombre de «abrazo de Carranza». Creyeron resolver así el problema de su repudio político, sin embargo, más de 300 mil personas fallecieron, cuando pudieron ser menos.
A días de entrar en el momento más crítico de la pandemia, cuando el miedo puede generalizarse, lo menos recomendable es acicatear la ideologización y el odio político. En ese sentido, el gobierno de la república, en primer lugar por razones obvias, y luego todos los liderazgos políticos, sociales, culturales, periodísticos, debemos asumir una ética de cuidada laicidad frente a una amenaza que nos es común.
Aparte de los planes para mitigar los efectos económicos y sociales, que aún son insuficientes, es imprescindible una ética de la comunicación de los mensajes de la autoridad. En una coyuntura en que el liderazgo y la autoridad presidencial vienen a la baja la ideologización puede desatar tigres que sería difícil contener. Tigres muy fortalecidos, alimentados por lo que pueda venir: desempleo, desabasto, inseguridad, escases, y la desilusión; en suma, la frustración por la parálisis económica y la caída de ingresos de la mayor parte de la población activa, esa que representa el motor de México.
En una sociedad en donde son atacados con regularidad los valores democráticos los discursos manipulantes pueden ser peligrosamente exitosos y en su lugar erigir fanatismos sólo compatibles con el autoritarismo. Definitivamente el covid-19, como al paso de un poderoso huracán, dejará trastocadas instituciones y creencias. Tenemos que hacer lo posible para que el daño sea menor y los puentes de la gobernabilidad queden transitables y fuertes y eso se logra con una política responsable de inclusión política. No seremos los mismos, pero podremos entonces tener mejores oportunidades para la recuperación.