OPINIÓN. CREENCIA Y PODER. Por Julio Santoyo Guerrero

El poder es un animal de cualidades extremas, es seductor y brutal, insaciable y desdeñoso, autocomplaciente y enceguecedor. Para realizarse no tiene límites y suele recurrir a las peores atrocidades para alcanzar su finalidad. A nadie nos es ajeno. Es una cualidad que descansa en el alma de todas las personas y que se despierta a la menor provocación, en la menor oportunidad.

La investidura del poder está legitimada y regulada por las leyes, es la manera civilizada que tenemos de gobernarnos, sin embargo, esta fórmula no siempre sale bien. En ocasiones el frágil equilibrio entre leyes y locura se quiebra en favor de la locura, locura que se traduce en insensatez.

Desde tiempos remotos la investidura del poder ha trastocado la cordura de quienes lo ejercen. En la antigüedad los investidos aspiraban al lugar de los dioses para ser venerados y temidos. Solo en la modernidad, luego de que se ha desmontado la certeza de que el poder dimana de dios, los investidos han asumido el hecho crudo de que el poder es el deseo de dominio y veneración de los demás.

A los monarcas absolutistas se les trató de acotar con las cortes que terminaron siempre claudicando al poder de uno. Al poder, casi nadie se resiste, hasta Napoleón terminó ciñéndose la corona de emperador. Finalizó siendo lo que tanto rechazara.

Las democracias contemporáneas han desarrollado leyes más concisas e instituciones más sólidas para acotar el poder del o los investidos, pero aun así no han sido suficientes para domar los anhelos desbocados de algunos. Y es que el poder, en su camino constitutivo, no tiene satisfacción con nada si es que nada o muy pocas cosas lo contienen.

Se ha demostrado con el caso Trump que incluso en países con instituciones sólidas y desde luego con poderes equilibrados las sociedades pueden conceder a Uno la oportunidad para la tiranía y que la creencia redentora en algo suele imponerse a la tradición. Es cierto que la ventaja y la fragilidad de la democracia radican a la vez en la permisividad crítica y en la libertad para la acción, incluso la acción de las visiones totalitarias.

La historia política de México está hecha de intentos recurrentes para ejercer el poder sin límites. El presidencialismo del México postrevolucionario ha sido sólo uno de esos momentos que mayor duración ha tenido. Si se cuenta por años, veremos que ha prevalecido más el poder autoritario que el tiempo del poder acotado, prodemocrático.

Cuando se pensó, y se prometió, que iríamos a una etapa de plenitud democrática y de mejoría general, muy pocos pudieron advertir que en realidad estábamos en los preludios de un presidencialismo monárquico, centralista, autoritario, ineficaz, militarista, inspirado en la soberbia y la carencia de saberes especializados. Era tal la fatiga que habían dejado 25 años de nuevos equilibrios en las cámaras y alternancias presidenciales que la urgencia de creer se imponía antes que caer en el vacío.

Más allá de la razón y de los hechos millones creyeron y siguen creyendo en que las cosas buenas habrán de llegar. Sin embargo, la vía que se ha seguido para constituir el poder actual ha privilegiado la formación de un presidencialismo absoluto y ha dejado de lado y hasta destruido las expresiones de poder horizontales. Es un modelo de alto riesgo porque concentra en la fragilidad de una sola persona los destinos que solo pueden construirse con todos.

Sin resultados en los campos que más preocupan a los mexicanos, o peor aún, retrocesos en corrupción, pobreza, seguridad, educación, libertades democráticas, inflación-ingresos, precio de energéticos y alimentos, la creencia se irá desvaneciendo en los años que restan con el mismo dinamismo con que se deteriora la vida nacional.

El deseo de poder, ese animal provocador, seductor, exigente y brutal, tan difícil de domesticar para el bien de quien está investido, se está llevando entre los pies al gobierno de la república. Al privilegiar el ego, la soberbia y el narcisismo, ha descuidado por completo la integración y colaboración con los otros, los diferentes, eso que constituye la pluralidad de México y que es la esencia de la república contemporánea. La palabra consenso ha sido proscrita del lenguaje político de quien gobierna, en su lugar se glorifica la palabra enemigo.

No se ha comprendido la lección del pasado. Para que el poder —del signo que sea— opere en beneficio público este debe ser cuestionado, objetado y resistido por la sociedad; debe también, ser transparente para que sea legítimo, de otra manera es despótico y antidemocrático. Otorgarle atributos divinos o morales es retrograda y perverso.

La creencia, por fuerte que sea, no podrá sustentarse por mucho tiempo alimentada por un poder delirante. Los embates de la realidad, esa que mora recelosa afuera y que muerde con dientes poderosos el alma cívica, que desgarra contradicciones y descoyunta incongruencias, terminará imponiéndose, generando rupturas, gracias a la democracia que aún nos queda … o bien, terminará impuesta como nuevo orden desde la tiranía y en ausencia de la democracia.

De qué le habrá servido a México el deseo de poder de Uno más que para la anecdótica de nuestra recurrente tragedia política. Tragedia por la cual parece que tenemos una perturbadora adicción.

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