EDUCACIÓN Y CAMBIO CLIMÁTICO. Por Julio Santoyo Guerrero

Las rutas de la educación siempre estarán expuestas a la polémica. Los vertiginosos cambios a que está sometida la sociedad contemporánea ejercen una presión constante sobre lo que debe enseñarse en las escuelas.

Las presiones pueden provenir de diversos campos. El comportamiento de la economía es uno de ellos ¿lo que se aprende debe o no contribuir al desarrollo económico y de qué manera?; el avance científico técnico es otro, ¿qué saberes son fundamentales para comprender la realidad, el estado actual de la ciencia y cómo crear cuadros científicos para abrir nuevos horizontes?; la constitución de la personalidad del individuo, también debe considerarse, ¿qué ética y qué valores debe desarrollar la persona para relacionarse consigo mismo, con los demás, con los diferentes y con la humanidad?; el espíritu cívico, es otro campo esencial, ¿qué tipo de relación con el poder se debe establecer de manera formativa desde las instituciones educativas, y para qué tipo de país?; y, en los últimos decenios ha aparecido un campo que se está alzando como exigencia impostergable, ¿qué saberes y valores deben promoverse desde el sistema educativo para entender, prevenir y revertir el cambio climático que estamos provocando con nuestro modo de vivir y consumir?

En los días que corren la SEP está ocupada en replantear el deber ser educativo para responder a una de estas presiones. Lamentablemente no se proponen actualizar la respuesta en todos los campos, economía, ciencia, eticidad, etc., solo a una, el espíritu cívico-histórico.

Los caminos del saber son los caminos del poder. Las sociedades, según su propia evolución, se apropian de una manera de mirar su historia y sus relaciones de poder. Las sociedades democráticas más desarrolladas tratan de practicar criterios laicos (en sentido amplio) en el manejo de los saberes, tratando de garantizar el respeto y la prevalencia de distintas visiones del mundo y de su propia historia.

Pero también, con cierta regularidad, ajustan su perspectiva educativa en todos los campos de natural presión, para estar al día y abrir nuevos horizontes en esos campos. No se dedican a uno solo porque es cierto que ningún campo se queda estático con el devenir complejo de la realidad natural y social.

La pretensión de la SEP de abordar de manera privilegiada el campo cívico histórico evidencia una sintomatología preocupante: el interés por normalizar ciertas relaciones de poder del grupo gobernante como si se trataran de una revelación mesiánica en función de la cual se estaría reescribiendo la historia y la eticidad cívica. Una manera de hacer creer que la historia ha terminado.

Cierto es que todo sistema educativo de una manera u otra retroalimenta relaciones de poder. El riesgo es que en aras de una visión doctrinaria se rompa con el consenso abierto que nos hemos dado, y se evolucione hacía un sistema cerrado en donde la diversidad, la otredad, la discrepancia, la criticidad, sean sacrificadas en aras de un discurso homogeneizador y excluyente de la alteridad.

También es sintomático que en la propuesta reformista quede por completo excluido el campo de los saberes y valores que se deben promover para comprender, prevenir y revertir el cambio climático. Si un asunto es crucial en la época que vivimos ese es el cambio climático. Tan grave es que está reconocido como factor que puede propiciar el colapso civilizatorio de la humanidad.

Una reformita educativa, a modo del interés fugaz de quien ocupa temporalmente el poder institucional, que se olvida de los otros campos, pone en evidencia una centralidad política obscena que, con lo ya publicitado, empuja al sistema educativo a un modelo cerrado.

Es válido y muy legitimo hablar de una reforma educativa, pero antes que trazar los horizontes se debe tener un diagnóstico pleno de esa complejidad llamada sistema educativo nacional. Y no se puede olvidar que la reforma necesita de un consenso nacional en donde quepa la inmensa diversidad que somos, si no se quiere fracturar la ya de por si zarandeada cohesión nacional. Es decir, se requiere en el fondo un consenso de nuestra relación con el poder en donde los ciudadanos, de la condición que sean, no sean vasallos ni objeto de los fanatismos por más idealizados y mesiánicos que se asuman.

Si la reforma que se está cocinando no viene con un amplio desarrollo curricular en materia de cambio climático (amén de la ausencia de otros campos), será la reforma más pobre que hayamos conocido y la más absurda. ¿De qué sirve cambiar la historia y promover un discurso único, limitado y acotado a la dinámica electoral, si el futuro de los mexicanos está condenado a perecer por el cambio climático que desdeñamos educativamente desde ahora?

Denotan pues los arquitectos de dicha reforma, una completa falta de comprensión en torno a los problemas cardinales de la época contemporánea. Mandan a nuestra educación a la cola de la marginalidad mundial y condenan al ciudadano a la ceguera frente a los riesgos climáticos que por doquier ya se advierten.

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