OPINIÓN. LA VIRTUD DEL PRESIDENTE. Por Julio Santoyo Guerrero

La última columna que soportaba con reconocida fortaleza el discurso presidencial se está quebrando: honestidad y anticorrupción. Las otras columnas hace rato se derrumbaron: economía en crecimiento, seguridad pública desde diciembre del 18, transparencia y eficiencia gubernamental.

Es increíble que en tan poco tiempo nuestro presidente haya agotado una narrativa que prometía tanto y era esperanza reconocida. Pero es también sorprendente cómo ha dejado ir la fabulosa oportunidad que le otorgó el voto mayoritario de los mexicanos para impulsar cambios trascendentales para el país. Aún no se cumplen dos años de su mandato y ya las sombras del fracaso están sobre su cabeza. El retroceso en los indicadores cardinales que son el motor de la nación se vienen confirmando mes a mes o semestre a semestre.

El gobierno no está funcionando con eficacia y esa es una realidad que no se puede ocultar con propaganda, con datos alternos, con justificaciones ideológicas, o con cajas chinas cada tercer día. La realidad termina brotando aquí y allá, mostrando cómo se agudizan los padecimientos que se reconocían como graves antes de la elección del 18. Por esa histórica y adversa realidad es que los electores, con justa razón, fueron a las urnas a quebrar las aspiraciones de los viejos partidos.

No obstante lo controversial de algunas alternativas, que pasaron de la espontaneidad de la plaza pública al programa de gobierno, como abrazos no balazos, la mayor parte de la sociedad otorgó el beneficio de la esperanza. Sin embargo, a dos años los resultados dibujan el rostro del fracaso. La seguridad, esta fue la primer columna que se hizo añicos. Luego vino la economía, que traía un crecimiento pobre, que por erradas decisiones antes de la pandemia había empeorado, y que hoy está en la lona.

Pero aún con el abatimiento de estas columnas se refrendaba la esperanza en que el presidente, comprometido a rajatabla con la honestidad y la anticorrupción, podría enderezar exitosamente la conducción de los asuntos públicos nacionales. Aquella frase de que se necesitaba un 90 % de honestidad y sólo un 10 % de conocimiento para dirigir al país en sus distintas instituciones fue aceptada como norma de buen gobierno. En el imaginario popular se recreaba la idea de que más valía un honesto incapaz que un corrupto con altas credenciales. El simplismo de esta imagen cautivó conciencias y dio pie al discurso justificativo de los traspiés ordinarios, resultado de la incapacidad para dirigir las instituciones. Era cosa de aprender, se explicaba.

Mientras la honestidad presidencial no fuera puesta en duda y las acciones anticorrupción fueran demoledoras, la columna central seguiría soportando la carencia de las columnas faltantes y así ocurrió. La piedra filosofal del presidente había sido -y tratara de seguir siendo- la cuestión de la honestidad, todo lo que esta palabra toca se convierte en oro político, hasta hace unos días. Claro, siempre y cuando los ciudadanos creyeran en el discurso. Porque todo el problema de la aceptación radica en la creencia.

La difusión del video en el que uno de sus operadores, su propio hermano, recaba recursos para su campaña, genera un quiebre paradigmático de consecuencias nada graciosas para la leyenda que el presidente se ha construido y para el movimiento que encabeza. Lo que viene dependerá de la creencia y para ello tendrá que echar mano de la propaganda intensiva. Si la sociedad mexicana acepta la singular visión presidencial, inconsistente e inconsecuente, sobre la virtud en la que Lozoya representa sólo la corrupción y el caso Pio Obrador la sana colecta de recursos para el movimiento transformador, habrá ganado. Se reforzará así la creencia y ello abonará en la simpatía popular, y la columna de la honestidad lo seguirá sosteniendo, si no es así, el sexenio habrá terminado. El video de marras, pues, golpea la línea de flotación del liderazgo presidencial. La columna vertebral de su narrativa se está resquebrajando, y después de eso no hay más.

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