Lo que no pudieron hacer los presidentes más conspicuos del «neoliberalismo» lo está realizando el mandatario que se hizo elegir por sus convicciones anti neoliberales: reducir el gasto y las instituciones del gobierno a una condición extremadamente frugal. El relato justificador: su origen «neoliberal», su inutilidad, la lucha contra la corrupción y la austeridad, en realidad trata de encubrir la verdadera intención, la concentración desmedida del poder en la figura del Ejecutivo, en un momento de crisis generalizada.
La navaja presidencial está empeñosa para cercenar el entramado institucional que se ha creado en los últimos 30 años. A la intención cercenadora no le precede ninguna evaluación seria y estudio prospectivo que establezca razones lúcidas para anularlas y argumentos firmes para garantizar que el objeto de las mismas será atendido con mayor eficacia con la fórmula centralizadora. Solo va de por medio el juicio sumario del presidente, eso sí anclado en el maniqueísmo, muy bien vendido por cierto, entre el bien y el mal, los corruptos y los honrados, los liberales y los conservadores.
Durante décadas la izquierda y otras oposiciones enarbolaron y fundamentaron bien el derecho de las minorías o el de grupos sociales cuya problemática era invisible a los ojos del Estado mexicano y la élite gobernante; reivindicó junto con la oposición de aquellos años la importancia de que los procesos electorales fueran sacados de la subordinación al gobierno, que era el medio para controlar las elecciones por el partido en el poder. En esas históricas luchas, convencidas de la democracia, se fraguaron nuevas instituciones que una a una fueron arrancadas a las élites gobernantes de los partidos que alternaban. Instituciones para atender la discriminación en un México racista, homofóbico, misógino, excluyente; para mirar por las mujeres víctimas de violencia; para atender la profunda y desesperanzada condición de los jóvenes; para que la transparencia de los asuntos públicos estuviera disponible y la sociedad pudiera juzgar a sus gobernantes; para que se estudiara con rigor las políticas públicas dedicadas a atender la pobreza y se identificara qué se hace bien y qué se hace mal; para que se tengan indicadores demográficos que sean de utilidad para que el gobierno diseñe políticas públicas eficaces; para que las elecciones no sean jamás organizadas y decididas desde el gobierno en turno; para que los derechos humanos sean respetados.
Y para que muchas de estas instituciones pudieran funcionar con credibilidad para la sociedad se machacó una y otra vez que deberían ser autónomas. La razón era y sigue siendo precisa: Las instituciones del gobierno, en su falibilidad siempre reconocida, están sujetas al poder de toda ralea de intereses, suelen ser omisas e interesadas en perspectivas no siempre afines al sentido de derecho y de justicia de las múltiples partes de la sociedad y de los individuos.
Antes que la navaja presidencial corte y deseche, se precisa el espíritu constructor de un México de instituciones. Si fuere verdad que en alguna de las instituciones se presume la práctica de la corrupción esta debe ser denunciada con pruebas no con meras suposiciones, y tiene que ser castigada conforme al derecho. Ahora bien, a la vez que la sanción, las instituciones deben ser fortalecidas en su operatividad para que cumplan a plenitud el propósito para el cual fueron creadas. No porque ha habido presidentes corruptos debe desaparecer la presidencia de la república, no porque ha habido jueces corruptos debe desaparecer el poder judicial y no porque ha habido legisladores corruptos debe desaparecer el poder legislativo.
La justificación de la existencia de las instituciones es porque están ahí para atender una problemática que es de interés de la sociedad mexicana. La magnitud de la discriminación sigue ahí, la violencia contra la mujer sigue ahí, la violación de los derechos humanos sigue ahí, la exclusión de las minorías sigue ahí.
La sustancia del poder sigue siendo la misma, como lo ha sido a través de la historia, si no se le acota, se le vigila, se le cuestiona, se le interpela, termina tiranizando a quienes lo eligen, termina matando la democracia, termina caminando la ruta de la autocomplacencia. La crítica, los contrapesos en una república son el oxigeno que da vida a la democracia. Su inexistencia es la tiranía.
La consigna de desaparecer de la estructura del gobierno federal más de un centenar de instituciones, muchas de ellas autónomas, no es sólo un discurso distractor en tiempos de profunda crisis, es ante todo el interés presidencial para concentrar en una sola persona un poder descomunal ante el riesgo de un país en bancarrota. Es también la reacción frente al resquebrajamiento del partido del gobierno que no logra tener la fortaleza que su fundador le demanda para cumplir la enorme tarea que se ha propuesto. Hay otros caminos más asertivos para atender una crisis generalizada como la que encaramos. Uno de ellos pasa por la representación virtuosa del todo buscando el bien de todos y la unidad de todos para lograr los propósitos como nación, trascendiendo los clasismos y los prejuicios ideológicos.