OPINIÓN. URGE EN MICHOACÁN UN ACUERDO AMBIENTAL. Por Julio Santoyo Guerrero

En memoria de Pablo Alarcón Chaires, ciudadano enorme, ambientalista que se ha marchado legándonos lecciones de solidaridad inolvidables.

La responsabilidad humana sobre la naturaleza es incuestionable. Estamos aquí, conviviendo con ella hace poco tiempo, apenas unos 300 mil años. Nuestra presencia ha sido no menos que inquietante y contradictoria.  El uso de la razón nos ha llevado por caminos fantásticos, pero también nos ha llevado al infierno.

Ya no hay lugar a dudas de que somos la especie más predadora y destructiva que haya vivido en el planeta, todos los días tenemos noticias de ello. Los procesos económicos que hemos puesto en marcha para apropiarnos de lo natural se han constituido en una avalancha imparable que nos ha llevado al filo del abismo.

Los eventos contra la naturaleza se han acumulado de manera imparable, en tal magnitud que nuestra civilización ha perdido el control sobre su desbocada marcha. Pérdida de biodiversidad, contaminación de aire, cuerpos de agua, desertificación, no han conocido límites; decenas de toneladas de basura transitan diariamente por los ríos hacia el mar, miles de hectáreas de bosques y selvas son incendiadas y taladas, millones de metros cúbicos de agua que deberían seguir los causes naturales han sido convertidos en propiedad de unos cuantos, todo en nombre del progreso y del bienestar.

Apreciar a la naturaleza como valor en sí mismo, abandonando la egolatría humana que ha creído por siglos que ella sólo tiene valor en la medida en que es útil para nuestro beneficio, tendrá que ser por necesidad el punto de partida para recomponer esta relación destructiva que hemos establecido con ella. Los equilibrios rotos ya nos están pasando la factura, no olvidemos que nosotros también somos naturaleza que dependemos de los equilibrios que hasta ahora hemos despreciado.

Los ciudadanos tenemos que asumir nuestra responsabilidad. No puede ser de otra manera si queremos empujar el cambio. Pero la responsabilidad de los gobiernos es mayúscula y determinante. Cada que un gobierno omite, por comodidad o complicidad, su responsabilidad para enfrentar con seriedad esta tragedia, el daño se potencia a niveles catastróficos. La omisión gubernamental es entonces vista como la autorización implícita para el ecocidio continuado.

La condición de Michoacán, si nos atenemos a los datos que de manera reiterada difunden investigadores y ambientalistas, en torno a la desaparición de bosques, cambio de uso de suelo, reducción de la biodiversidad, estrés hídrico de poblados y acaparamiento de aguas, es de permanente ecocidio. Y, sin embargo, la contemplación ha sido la característica.

Es muy cierto que el problema es complejo. La economía michoacana marcha, en gran parte, por los rieles del ecocidio y el ejemplo más rotundo es el de los cultivos aguacateros, de frutillas y la tala ilegal. Sin embargo, en un ambiente de caos y ausencia ancestral del gobierno, estos sistemas productivos ya están ligados al destino económico de Michoacán.

Cuando se piensa en contener y revertir siempre se reflexiona en un horizonte de grandes dificultades económicas, pero sobre todo políticas. Un proyecto así debe supone una política de Estado, con alcances transexenales, como transexenal es el ritmo de la naturaleza.

Pero se puede comenzar por algo. Por un algo decisivo al menos en tres rubros: crecimiento cero de la mancha aguacatera y de frutillas, freno al cambio de uso de suelo, control riguroso de la tala ilegal, y, fin a la concentración ilegal de aguas.

La proyección de que para el 2030 —si ahora no actuamos— apenas nos quedarán 700 mil hectáreas de bosque y habremos acumulado para entonces una perdida en 45 años de alrededor de 2 millones de hectáreas, representa un panorama desolador. Las consecuencias ambientales serán desastrosas (como ya empiezan a verse) y las sociales pintan escenarios de aguda ingobernabilidad.

Todos tenemos una responsabilidad que debe ser llevada al terreno de la práctica. Pero la responsabilidad de los agentes económicos y del gobierno obliga a acciones puntuales ahora.

Si, como de palabra, las asociaciones que representan a los agentes económicos afirman estar preocupados y dispuestos para detener la tragedia ambiental que ya los está alcanzado, deben estar dispuestos entonces a asumir acuerdos para detener y recuperar. Aguacateros, frutilleros, aserraderos, tienen el deber ético de regirse por prácticas sostenibles y de respeto a la vida natural.

Sería extraordinario un gran acuerdo entre el gobierno, en sus tres poderes y niveles, con estos agentes económicos para frenar de una vez por todas el cambio de uso de suelo, la tala ilegal y la concentración de aguas.

Un acuerdo estrictamente evaluable, en definitiva transparente ante la sociedad, y con consecuencias legales efectivas. Que haga uso de las más actuales tecnologías que permitan monitorear en tiempo real el estado de los bosques, el cambio de uso de suelo y la condición del uso de aguas.

Un acuerdo que se trace metas precisas de cero tala ilegal, cambio de uso de suelo y cero concentración de aguas. Estas metas están al alcance de la mano de los actores porque son ellos los que mueven la tala ilegal, el cambio de uso de suelo y el acaparamiento del agua. Es decir, las metas son tan realistas como necesarias incluso para la sobrevivencia de ellos.

El gobierno y los agentes productivos tienen la palabra. La sociedad anhelamos acciones.

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