Sus seguidores daban testimonio de que aquel hombre era en verdad el mesías. Habiéndose metido al mar sin saber nadar, a punto de perecer, un brazo incógnito lo rescató y lo puso a salvo; en varias ocasiones se le miró levitando mientras hacía oración, testificaban algunos; cuando recitaba el libro sagrado su rostro se iluminaba con tanta intensidad que era imposible mirarle al rostro; tenía el don de escuchar las voces de los muertos; de manera inusual pronunciaba el nombre de Haseem en público. ¡No podía ser de otra manera, él era el mesías, era el salvador!
Fue promotor ardiente de su propia causa que juraba le había sido revelada por la divinidad. Predicaba con éxito arrollador apoyado en las virtudes de su carisma. Con sus primeros y escasos seguidores logró atraer a un sector del pueblo, el que en verdad le creía, más allá de las dudas advertidas por los rabinos. Lo cierto es que el pueblo quería creer, estaba ávido de una creencia salvadora y eso lo entendió oportunamente. Su osadía le valió la expulsión de las comunidades pero no se arredró. Siguió adelante con tozudez y les ofreció a sus seguidores la redención y el retorno a la tierra prometida. ¡Aquello fue la apoteosis! Vendieron bienes y lo abandonaron todo para seguirle.
Estaba por llegar el año 1666, una fecha llena de significados. Se vivía el temor de la persecución judía que las monarquías alentaban por toda Europa y aún se olía la sangre de las matanzas de judíos a manos de los cosacos. Un mesías se antojaba necesario frente a la impotencia de la acción humana. El llamado fue atendido y desbordadas las multitudes. Ahora las mayorías seguían al supuesto salvador y hacían burla de los pocos que advertían el riesgo de la farsa.
Sabbatai Sevi, que así se llamaba el emergente mesías, en el cénit de su popularidad, decidió entonces viajar a Estambul con el propósito de hacerle cambiar de religión al Sultán. Aquella era una osadía temeraria. Sin embargo, no dudaban que lo lograría, de esa opinión eran incluso los rabinos que terminaron rendidos a su figura y que para no verse rebasados se habían sumado precipitadamente al reconocimiento de aquél liderazgo espiritual.
Se cuenta que el Sultán lo recibió con amabilidad pero al punto lo mandó encarcelar. Las reacciones en la calle no se hicieron esperar y el Sultán resolvió el asunto con frialdad política. Le ofreció a Sabbatai Sevi la disyuntiva: «el turbante o la cabeza», es decir, que Sabbatai Sevi debería renunciar al judaísmo y elegir al islam como su religión si no quería que le cortaran la cabeza. Y ocurrió entonces que el mesías se hizo al islam y tomó el nombre musulmán de Mehemed Efendi. Lo cual no debe extrañar porque en todos los mesianatos (religiosos y políticos) la coherencia racional es secundaria, lo importante es la fe y mejor aún el fanatismo.
Y ocurrió lo que suele ocurrir con el pensamiento exaltado del mesianismo. Los seguidores del mesías Sabbatai Sevi se echaron una maroma religiosa increible, justificaron el cambio de religión como una prueba de la autenticidad del mesías e inmediatamente miles se convirtieron al islam. Los judíos conversos al islam y en general el pueblo judío fue objeto de burlas por este penoso episodio.
Lo peor vino cuando el mesías murió ─que no debía morir por ser el mesías─, en el día sagrado del jon quipur, que motivó otra forzadísima explicación: la del viaje al paraíso y la espera de la resurrección.
Han pasado 244 años desde entonces y las naciones no han aprendido la lección de los falsos mesías. Las figuras mesiánicas en el mundo de la política florecen con preocupante frecuencia, negando toda memoria histórica y cerrando los ojos ante los calamitosos hechos que provocan.
Sin embargo, habrá que reconocer que los mesianismos se cuelan a través de las grietas que se abren en la sociedad, producto de la descomposición en el ejercicio del gobierno ocasionando la decepción y la pérdida de confianza pública en las formas de representación.
Ahí donde los gobiernos fracasan en ofrecer resultados tangibles y se pierden en la frivolidad y la corrupción, los mesianismos siempre encontrarán una oportunidad tejida desde la fe redentora, el simplismo y la creencia ciega, fanatizada. Aunque claro, siempre terminen arrojando peores resultados que sus antagónicos, agudizando más los problemas de una nación y llenando de vergüenza y descrédito a quienes les quemaron incienso para que se encumbraran.