¿Qué contiene la desmemoria? ¿Imágenes, palabras, dolores y repudios vacíos? ¿O más bien es el candor de la nada? ¿Tal vez un acto descarado para negar la realidad? ¿O la abyección para dejar hacer, dejar pasar?
En 1988 una generación progresista estaba convencida de que el régimen de partido de estado, o de partido casi único, tendría que ser derrotado para que la democracia fuera la base para relanzar la evolución política de México.
En ese lance histórico decenas de ciudadanos —militantes en su mayoría de partidos opositores—, fueron asesinados en un clima de confrontación y de violencia política alimentada desde el poder. En aquellos días en lugar de normalizar la discrepancia, la crítica, la alternancia, se normalizó la persecución y el autoritarismo.
El instrumento del que se valió el ancestral partido en el poder para asegurarse una mayoría artificial fue el órgano electoral controlado directamente por la Secretaría de Gobernación. El gobierno organizaba las elecciones y contaba los votos. Las consecuencias fueron obvias: conflictos postelectorales permanentes e intensos, ruptura de la legitimidad y gobernabilidad quebradiza.
En más de 6 décadas México había cambiado y su sociedad apostó a la democracia como medio para recomponer las instituciones representativas de la nación. Este país ya no cabía en el puño de la representación unipartidaria que negaba la diversidad de visiones y aspiraciones políticas. Los contrapesos se lograron gracias al poder ciudadano de una pluralidad que acotó la tradición del presidencialismo monárquico.
El quiebre de esa época cerrada se dio en los 90’s con la constitución de un organismo electoral independiente y ciudadanizado. El consenso para construirlo se construyó por años con todas las fuerzas políticas y los ciudadano, su autonomía fue celebrada como la victoria, que lo era, de la democracia.
Con limitaciones y con errores, pero con aciertos incuestionables, esa nueva institucionalidad nos permitió a los mexicanos quebrar la continuidad priista y lograr la alternancia en el Poder Ejecutivo. Esa alternancia adquiriría rango de normalidad en las décadas posteriores y sería, hasta ahora, el medio por el cual los ciudadanos nos deshacemos de los malos gobernantes en la elección siguiente.
Es cierto que el INE no es una institución perfecta —ninguna institución es perfecta—, sin embargo, tiene méritos evidentes: garantizó la alternancia del 18 en favor de un partido antisistema y el acceso de ese mismo al gobierno en 21 estados de la república, como en su momento hizo posible la primera alternancia presidencial de la post revolución en el año 2000.
Que hoy se pretenda una reforma para aniquilar la autonomía de la institución electoral y pasarla, como hace 30 años a la Secretaría de Gobernación, bajo las órdenes del Ejecutivo Federal, es un retroceso que habrá de pagarse a un costo elevadísimo para la estabilidad política del país. ¡No se demuele un edificio porque le rechina una puerta!
Es, además, para quienes impulsan esta iniciativa, un acto de plena incongruencia porque los orígenes del partido promovente se templaron en una disputa feroz para lograr la independencia del órgano electoral.
Con seguridad el INE necesita ser reformado, pero, para consolidar su autonomía frente a los partidos políticos y otros poderes fácticos, para elevar su nivel de eficacia, su transparencia, para consolidar su ciudadanización, más no para regresarlo a jugar con las reglas de hace 30 años bajo el control de un nuevo partido de Estado.
Eliminar la representación proporcional es dejar sin voz a las minorías políticas y sociales del país. Si uno o más diputados, como ciertamente ocurre, son impresentables, la alternativa no es aplicar el remedio huertista de desaparecer el poder legislativo, es elevar los filtros para garantizar una representación digna.
Los consejeros del INE deben ser personajes altamente capacitados, contar con saberes especializados en la materia y tener una trayectoria de autonomía demostrable para asegurar su consistencia, para ser árbitros efectivos. Elegirlos por voto es matar toda autonomía. La misión de un consejero es esencialmente diferente a la de un legislador. ¡No son lo mismo!
Si en los 90’s el priismo hubiera propuesto que los consejeros electorales y ministros del Tribunal Electoral fueran electos por el voto la oposición habría tronado en contra. La propuesta habría sido interpretada como una maniobra burda, porque teniendo el control clientelar de los votantes harían elegir a los candidatos oficiales asegurando así el control absoluto sobre el organismo.
Es una tragedia que en la actualidad la mayoría de las categorías de la democracia se estén excluyendo a la hora del ejercicio gubernamental para la construcción de política pública. Categorías como ciudadanía, autonomía, consenso, pluralidad, respeto, alternancia, estado de derecho, transparencia, rendición de cuentas, se han diluido frente a un presidencialismo todo poderoso que no admite el cambio de una coma a su discurso. La cotidianidad política de los últimos cuatro años está coloreada de autoritarismo.
Lo que está por ocurrir, el desmantelamiento del INE podría parecer un acto de desmemoria política y ciudadana. La verdad es que en el caso de los políticos se trata de una apuesta pragmática descarada para seguir pegados al poder, al costo que sea. La miseria que hemos presenciado en las últimas semanas habla de la profunda descomposición de la clase política y su nauseabunda calidad moral que arrastra al país a la degradación y que cancela la esperanza en la dignidad.
La memoria es un fardo para quienes tienen como virtudes a la incongruencia y al oportunismo. Pero en el pecado llevan la penitencia, la aprobación de dicha reforma terminará golpeando a todos los liderazgos disruptivos, no oficiales, que existen al interior del partido en el poder. Quien busca ahogar la diversidad exterior, la de los otros, es porque ya se ha asegurado de ahogar la diversidad interna de su rebaño.
Son tiempos de obscuridad para la democracia mexicana, que si bien no es perfecta es mil veces mejor que cualquier sistema autoritario. ¡Si al menos hubiera memoria y consecuencia, otro gallo nos cantara!