Si no fuera porque es una realidad omnipresente, que pesa y es padecida por todos, hace tiempo que hubiese sido apagada de la percepción pública. Es incomoda y un dolor de cabeza para nuestras creencias de “desarrollo” lineal.
Hace tiempo que la humanidad entró en un terreno intermedio, entre el “progreso” que a toda costa se propuso el dominio de lo natural para goce de las personas y la franca destrucción de la casa que habitamos. Un terreno, que propio de su condición transitoria, genera una tensión entre resistir, cuestionar y abandonar la ruta destructiva tradicional y los apremios inmediatos para garantizar un estilo de apropiación y consumo que le aseguren una estabilidad existencial ordinaria.
Ese terreno intermedio, transitorio, sin embargo, no mueve su centro hacia un pasado más equilibrado que le siga garantizando a la humanidad el estilo de vida que le ofreció el “progreso”. No puede retornar a un pasado natural que ya no existe porque está degradado, calcinado, estéril, desertificado, contaminado, talado, arruinado. Pero tampoco ese centro se mueve hacia el futuro introduciendo otras prácticas y otra ética que apunten hacia una restauración gradual de lo destruido, o por lo menos a una subsistencia elementalmente equilibrada entre sociedad y naturaleza.
Pero como esa amarga realidad es omnipresente y la vida humana se desarrolla en este planeta no puede dejar de reconocer el estado ruinoso que tiene su casa. Emergen, entonces, aquí y allá voces preocupadas por la casa destartalada. Son voces que claman, en el fondo, por una manera distinta de relacionarnos con la naturaleza. Por deducción elemental, derivada de la acumulación de entes naturales erosionados o extinguidos, la humanidad concluye que camina hacia un futuro catastrófico, en el que sus hijos ya no podrán existir. Existe una pulsión para la sobrevivencia que trata de romper con la ceguera de la destrucción.
Sin embargo, en su preocupación diaria están por un lado las bondades que ese progreso le ofrece y por otro la ruina que ya se asoma en este presente y que se dibuja fatal para el futuro. Es como si la humanidad estuviera siendo arrastrada por una feroz corriente de un caudaloso rio que la arroja hacia el futuro a la vez que la estrella contra las rocas y la ahoga en sus aguas. Quisiera salir del cauce pero carece de energías para vencer la corriente.
Esa feroz corriente está constituida por los medios del “progreso” que nuestra civilización ha creado a lo largo de siglos. ¿Cómo abandonar el tipo de economía que nos ofrece los satisfactores que complacen nuestros sentidos? ¿Y cómo aceptar que debamos cancelar ―con esos medios del “progreso”― los satisfactores básicos de vida para nuestra descendencia?
Las sociedades de todo el planeta nos hemos dado gobiernos y a ellos les hemos encomendado la conducción de nuestros destinos, la pulsión vital. Y el más relevante de esos destinos tiene que ver con la seguridad de nuestras vidas y la de las generaciones sucesivas, es decir, el futuro de la civilización. No obstante, esos gobiernos se han quedado muy pequeños frente a este desafío planetario.
Muy pocos se han empeñado en repensar el “progreso” y sus medios económicos sobre la base de una reconciliación con la naturaleza y nuestra casa. Los más siguen cantando loas a la destrucción ecocida, administrando la inmediatez electoral y acomodándose a los obsequios del poder económico, ese que han acumulado los depredadores en nombre del progreso que camina hacia la fatalidad.
Al paso de los años, como es evidente, el tiempo se irá agotando de manera vertiginosa y esa realidad omnipresente pondrá de rodillas, impotentes, a los gobiernos del mundo, quienes no tendrán oportunidad de poner en práctica políticas globales para restablecer el hogar natural. Los perdedores seremos todos.
En este terreno intermedio, de tensión entre naturaleza y progreso en donde estamos establecidos, los actores juegan papeles diferenciados. Los gobiernos son pasivos y complacientes con el statu quo ambiental dominante, optan por no desgastarse frente al poder económico, trasladan los costos políticos a los gobiernos futuros pero arrojan los costos ambientales presentes a la sociedad de hoy. La sociedad, sus individuos no corporativizados, no militantes de las ideologías del poder, están jugando un papel decisivo, actúan como dinamizadores del debate público, generadores de alternativas y son cuñas para romper la pasividad de los gobiernos. La sociedad, sus individuos, mientras más libres más eficientes para resolver esta tensión entre naturaleza y “progreso” fatal.
Provendrá de la sociedad civil, de su práctica, el empuje para construir un paradigma de progreso que revolucione la relación sociedad y naturaleza. Esa será una revolución profunda que busque resolver esa contradicción. Por esa razón es que las totalizaciones políticas que se expresan como corporativismo social, construcción de clientelismos y terrorismo ideológico contra las libertades, dañan y atrofian las capacidades transformadoras que son indispensables para superar las creencias del “progreso” lineal que subordinan a su ego la naturaleza.