Siguen ahí. Desde hace tiempo han estado ahí. Hasta ahora las estrategias de seguridad no han podido reducirlos al punto en que su poderío pueda ser irrelevante para los procesos electorales.
No ha habido elección federal o local que no haya sido manchada en los últimos años por la incursión de los grupos delincuenciales. La magnitud de dicha incursión siempre ha estado determinada por la eficacia o no del combate a dichos grupos que siempre debe suponer un trabajo anticipado de inteligencia para detectar a tiempo sus maniobras de cooptación o de imposición violenta.
El proceso electoral en curso no estará exento del acoso de los criminales. El mensaje reciente del presidente llamando a los ciudadanos a realizar la denuncia de tales casos señala un problema que en las entidades en donde opera el crimen organizado tiene historia y un presente agobiante.
El hecho real debe preocuparnos porque estamos llegando a un proceso electoral sin que le preceda una eficaz estrategia de combate y acotamiento de los grupos criminales. El equivocado mensaje de «abrazos y no balazos» lanzado a los delincuentes desde el inicio del sexenio, que se vio reforzado con la liberación de Ovidio Guzmán y el saludo presidencial comedido a la madre del «Chapo», ha posicionado a la delincuencia como una entidad cuasi tolerada.
Los pobrísimos resultados observados en materia de seguridad en lo que va del sexenio contrastan de manera lógica con la expansión de estos grupos por las regiones clave de la república mexicana. Imposible no pensar en que esa
presencia territorial, que han adquirido literalmente a sangre y fuego, no se traduzca también en control político a través de una embestida para capturar candidaturas y en su momento votantes.
El llamado presidencial no debiera ser tanto a los ciudadanos, quienes pocos instrumentos tenemos a la mano para verificar la presencia criminal en los procesos locales. Debiera más bien convocarse a todos los actores políticos y a las instituciones federales y estatales para acordar una estrategia precisa para cerrarle el paso a las pretensiones criminales.
La presidencia, para bien de todos los mexicanos debiera, al menos por una vez, abandonar la arrogancia que le ha caracterizado para impulsar con las instituciones y partidos ─en el ámbito de su competencia constitucional─ los esfuerzos para lograr una elección limpia. A nadie conviene, suponemos que menos al presidente, que la elección sea trampolín para consolidar narco políticos y para quebrantar la gobernabilidad.
El llamado hecho a los gobernadores para una elección democrática es incompleto si no se destaca la influencia del crimen como uno de los mayores riesgos del proceso electoral y frente al cual se debe cerrar filas.
Si de este fenómeno tomó nota el presidente en Zacatecas es seguro que lo mismo está ocurriendo en Tamaulipas, Sinaloa, Jalisco, Michoacán, Guerrero, etc. No podemos ser ingenuos y creer, por ejemplo, que la delincuencia tiene las manos amarradas en Michoacán y no está operando electoralmente ahora mismo en los municipios y distritos en donde ha dejado sentir su repudiable presencia.
Aún se está muy a tiempo para organizar una estrategia anti narco elecciones. Aspirantes y candidatos a todos los puestos de elección, y de todos los partidos,
deben ser puestos bajo la lupa, incluso debiera interrogárseles sobre posibles contactos que el crimen haya tenido con ellos. Todos los aspirante debieran ser conminados, bajo un esquema de protección, a denunciar los eventos con los que se les pretendiere cooptar.
Michoacán ha vivido años amargos por la subordinación de políticos y de instituciones de gobierno al crimen. Es una historia dolorosa y abominable que no debemos repetir. El sufrimiento de las poblaciones es terrorífico. Es una historia que no debe volver a vivirse en ningún estado de la república.
Por eso el presidente, las instituciones electorales, las de seguridad y los partidos políticos tienen el deber ─ese sí muy patriota─ de sentarse a acordar las medidas para que el proceso electoral esté libre de criminales.