En cuestiones de gobierno cuando no se cumple con la misión designada, por la razón que sea, puede decirse que se está cumpliendo la función de florero. Es decir, que solo está de adorno para beneficio propio, por temor o para satisfacer el interés de alguien más. Muchos han empleado la expresión para señalar con sarcasmo crítico el mal desempeño de algún servidor público, que estando en la función es como si no estuviera. Sin embargo, ha sido el presidente Obrador quien ha hecho de la antípoda de esta frase una oferta programática en la realización de su gobierno. «No seré florero», ha dicho, y dice bien.
A pesar de esta observación claridosa, que denuncia una mala manera del ejercicio del poder -centralizadora y concentradora y por ello omisa de las particularidades ordinarias- y que tantos costos ha tenido para el cumplimiento del estado de derecho en nuestro país, con consecuencias adversas para los más vulnerables y bastantes beneficios para quienes ejercen poderes fácticos, el gobierno del presidente Obrador se contradice y reproduce desafortunadamente la misma costumbre política.
En los siete meses que lleva el gobierno morenista el síndrome del funcionario florero aparece como uno de sus rasgos distintivos. El gabinete del presidente, salvo unas cuantas excepciones, está diluido frente a una realidad extremadamente demandante por los compromisos ofrecidos. O el ejecutivo es omnipresente y no permite la emergencia y el sano protagonismo de sus operadores de primera línea o estos no se hayan a la altura de las circunstancias invocadas por la llamada cuarta transformación. Cualquiera que sea el caso el fenómeno es notorio pero además de sintomático exhibe desventajas y debilidades.
Es una desventaja porque supone una relación pasiva entre presidente y gabinete que no genera opciones de alta calidad técnica y política. Si los integrantes del gabinete fueron seleccionados (como es evidente en algunos casos) por su profesionalismo, pero son frenados y desmentidos recurrentemente en público por el ejecutivo, la aportación de los que sí conocen terminará desechada y arruinada la confianza entre ambos. Eso es lo que ocurrió con Urzúa de Hacienda y Germán Martínez en el Seguro Social, tan sólo por mencionar dos de los caídos más emblemáticos. Por cierto, ambos sometidos a un proceso de purga y linchamiento mediático bajo el argumento de conspiración y traición.
Es una debilidad porque la complejidad de los asuntos de la república exigen el concurso de un gabinete con lucidez, proactivo y en diálogo reflexivo y asertivo con la presidencia. Que no ocurra así provoca que los asuntos de la nación se extravíen y fracasen como ya se ha hecho evidente en varias de las grandes decisiones tomadas concitando la duda, la desconfianza y el franco rechazo.
Que la mayoría del gabinete obradorista haya terminado en la condición de florero presidencial porque han sido excluidos, acotados o puestos en condición de vasallaje político y porque por comodidad no quieren provocar el disgusto presidencial al ejercer sin cortapisas su ministerio, no es una buena noticia para la democracia, ni para las instituciones de la república y los asuntos públicos. El caso de la Secretaria de Gobierno Olga Sánchez Cordero es el más lamentable. Su ausencia es tan notoria que ha terminado por claudicar penosa y expresamente a sus funciones constitucionales: «respeto lo que hizo el Congreso (Baja California), aunque en mi opinión como ministra en retiro sí te puedo decir, ya no como Secretaria de Gobernación, que por supuesto, es una reforma inconstitucional, en mi opinión”.
La voluntariosa propensión presidencial a tomar decisiones sobre la marcha, justificadas en la buena fe, en una versión sui géneris de moral maniquea y con escasas o nulas valoraciones técnicas fundadas en datos duros, está empujando a la actual administración federal al terreno de la ineficacia y del cuestionamiento social. La lenta pero constante caída en la aceptación pública es un hecho que debiera merecer igualmente un análisis balanceado y autocrítico. Pero si el gabinete está embozalado y temeroso de que sus propuestas sean tildadas de conservadoras, neoliberales, fifís o cómplices de la mafia del poder, el flujo de opiniones críticas y alternativas estará siendo frenado y los asuntos continuarán empeorando.
La urgencia inaplazable de la crítica y la autocrítica en las filas del partido gobernante no debiera escatimarse. Están perdiendo demasiado pronto la base social y electoral que saben que necesitan para las transformaciones que prometieron y sin las cuales su futuro está en riesgo. No hacerlo ocasionará nuevas rupturas en el gabinete y un proceso de implosión política de las corrientes variopintas que le conforman, casi todas con liderazgos históricos de gran valía, y que ya se están expresando ante temas cruciales como la migración, el manejo de la economía, la seguridad, la ampliación de mandato en Baja California, el ejercicio presupuestal, la salud y un extenso etcétera.
Frente a los hechos de nada le sirven al presidente o al morenismo extremista los métodos estalinistas de purga interna para quienes ostentan opiniones diferentes como tampoco le sirven las recomendaciones que el radicalismo delirante le hace para que anatemice a los opositores acusándolos de golpistas suaves; las constantes cajas chinas mediáticas antes cuestionadas al peñismo, son síntoma del problema, y sólo aplazan los efectos adversos. El camino es otro y más eficaz, tienen que rectificar y demostrar que la humildad republicana obliga a honrar la sensatez y a reconocer que las cosas no están caminando bien. Y deben empezar por su gabinete, el ejecutivo debe dejar de usarlo como florero y emplearlo profesionalmente a fondo, exigiendo el máximo de sus talentos técnicos. Su gabinete debe ser el mejor contrapeso al mal hábito de tomar decisiones a la ligera que terminan comprometiendo el destino del país y el bienestar de todos los mexicanos.