OPINIÓN. LOS HÁBITOS DEL PODER. Por Julio Santoyo Guerrero

«¿Qué traición y qué patria? La Patria en esos días llevaba el nombre doble de Calles-Obregón. Cada seis años la patria cambia de apellido

                                                           Recuerdos del porvenir. Elena Garro.

Si no son sufridos y padecidos los distintos modos de gobierno la sola referencia histórica parece no tener ningún significado para los pueblos. La antigua Roma nace gobernada por reyes y tienen que pasar más de doscientos años para que sean depuestos y en su lugar se establezca un sistema que permita los contrapesos y se equilibre el poder. En el 509 AC surge la República y el poder se ejerce en el Senado, el mismo que elige un par de cónsules para que ejerzan el gobierno. Los cónsules son elegidos cada año y uno de ellos puede vetar la decisión del otro con la finalidad de evitar acciones de gobierno que puedan llevar al fracaso. Al paso de los años y ante la insurrección de los plebeyos se acuerda la elección de un par de Tribunos de la Plebe, los cuales se consideraban sagrados y tenían derecho de veto. Es decir, en el centro de la reflexión política de la sociedad romana estaba el reconocimiento de que el poder no debía estar concentrado en una persona o en una institución.

La historia del poder es el recuento de los caminos que este busca para afirmarse y esa ruta siempre se revela por su práctica a la vista de todas las sociedades: el poder solo se satisface con la conservación y el crecimiento de su fuerza. Esta realidad es la que han tratado de domar las sociedades modernas estableciendo una variedad de mecanismos para que el ejercicio del poder se distribuya y se ejerza con instrumentos que lo acoten y lo empujen por el sendero de las acciones eficaces para el bien común.

La historia del poder en el México independiente no ha sido otra. El país se ha convulsionado recurrentemente entre el ejercicio del poder sin más y el empeño social para acotarlo, todavía en los tiempos que corren esa tensión está vivísima. Las ideologías son solo parapetos, la misma inclinación al ejercicio del poder sin más la han tenido personajes de todos los signos ideológicos.

Desde su mirada desconfiada Zapata sostenía que la silla presidencial estaba embrujada, que habría que quemarla. La silla es nada más el símbolo del poder  en nuestro país. El «embrujo» no es otro que la oportunidad de ejercer el poder sin más desde la más alta investidura de la nación; romper ese simbolismo sólo está en la construcción de una república democrática fuerte, dotada de contrapesos, así como el de los tribunos plebeyos, cuasi sagrados por su fortaleza legal, con capacidad para vetar las decisiones erradas del «embrujado» gobernante.

El liberalismo del siglo XIX pretendió alcanzar esa república, no lo logró del  todo con el mismo Juárez y de plano desde las mismas instituciones liberales se erigió el porfirismo. La revolución mexicana pretendió, ahora sí, una república asentada en los mejores valores de la política moderna,  y sin embargo, desde esas instituciones se construyó el partido de Estado que gobernó al país por más de 70 años, ejerciendo el poder de manera ilimitada, sin acotamientos, casi monárquico.

Afirma el pensador Walter Benjamín, refiriéndose a la historia que «donde a nosotros se nos manifiesta una cadena de datos, él (el ángel de la historia) ve una catástrofe única que amontona incansablemente ruina sobre ruina…» O sea, que los esperanzadores sueños de la humanidad, entre ellos el del adecuado ejercicio del poder en nuestro país, sólo han acumulado ruinas si volteamos a ver nuestra historia.

La manera más íntima, que necesariamente es pública, de ejercer el poder por quienes han alcanzado la primera magistratura de México, determina los usos que se le dan a los instrumentos de la república y el ejercicio verdadero de los valores de la democracia. En estas formas atávicas del ejercicio del poder México no ha cambiado mucho. En lo que va del silgo XXI México sigue cambiando de apellido cada sexenio, son apellidos que cual marca en el rostro de la nación, modelan las creencias, las ideologías sobre lo que debe hacer y ser el país, aunque dichas finalidades solo dejen ruinas a su paso.

Son usos del poder que siendo excesivos obligarán llegado el momento, como en la antigua Roma, a establecer nuevos y más eficientes mecanismos para al poder casi autárquico, que en su demencia caligulesca, toma decisiones erráticas que orgulloso de su embrujo, cree que la realidad es él, porque el poder es él, y el poder todo lo decide y lo justifica.

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